Buscando a Casasola

 

por Roberto Quiroz


Tan pronto terminé la cuarta entrega, decidí no esperar al escritor y me propuse encontrar a Casasola por mi cuenta. Había leído las casi novecientas páginas de la saga llenándolas con anotaciones y preguntas, e incluso me había atrevido a señalar algunas imprecisiones. Había consultado toda la bibliografía sugerida y un tanto más por mi cuenta. Tenía también una bitácora detallada con todos los movimientos y lugares que el periodista ─y personaje principal de las novelas de Bernardo Esquinca─ había visitado: lo mismo lugares emblemáticos de la Ciudad de México que sus  callejones oscuros y abominables. Conocía varios de ellos y me había convencido de que el escritor había disfrazado de ficción una invitación para continuar un camino que él mismo ya había recorrido. Todo me resultaba tan claro que, tras redactar mis últimas observaciones, reservé el siguiente vuelo a la capital. Aprovecharía, además, que era Semana Santa, una época en la que sus habitantes huían en desbandada y la ciudad quedaba envuelta en un silencio irreal que permitía recorrerla sin distracciones.

Guardé un par de mudas de ropa en una mochila que me colgué al hombro; no quería perder tiempo documentando equipaje. Tenía mucha prisa por llegar al lugar de los hechos y comprobar si mis conclusiones eran ciertas. El aeropuerto Benito Juárez me recibió con su acostumbrado olor a mierda y me dirigí sin detenerme hacia la fila de taxis donde unos cuantos choferes holgazaneaban debido a la escasa clientela.

─Al Hotel Geneve de la Zona Rosa, por favor ─le indiqué al primer conductor que se me aproximó, extendiéndole mi boleta de pago.

─Está bien, patrón ─me respondió algo extrañado─. Yo llego a la Zona Rosa y ya usted me indica por dónde queda.

No lo culpé por su ignorancia: yo mismo había dudado de la existencia de ese hotel mientras lo recorría a través de los ojos de Casasola. Me había bastado una rápida consulta en internet para comprobar que seguía en pie y que podía reservar mi estancia por mil quinientos pesos la noche. Las fotografías correspondían a la descripción que de él se hacía en el libro: una joya del porfiriato que había quedado engullida entre edificaciones anodinas. Una pieza de museo proscrita por la alta sociedad que alguna vez lo visitó, por encontrarse enclavada en la zona gay de la ciudad por excelencia.

Durante el recorrido por las avenidas vacías, me sorprendió la calina que nos rodeaba. Normalmente durante la temporada vacacional, la ciudad se limpiaba y ésta hacía, por unos días, honor a su antaño mote de “la región más transparente”. No era así en esta ocasión y la visibilidad alcanzaba unas cuantas decenas de metros.

─No había estado así, mi jefe ─pareció disculparse el conductor─. Nomás hoy.

Una vez en la avenida Reforma, le indiqué que girara en la glorieta de la Palma para tomar Niza y posteriormente dar vuelta en Londres. Llegamos al hotel y ambos nos sorprendimos por su enigmática belleza.

Tan pronto terminé de registrarme y me entregaron las llaves de la habitación, decidí salir a buscar en las calles aledañas el local de lectura de tarot y tomarlo ─tal como lo hizo Casasola─ como punto de partida para mis indagaciones. No me llevó mucho tiempo localizarlo: también en este caso la descripción del lugar se correspondía fielmente con la del libro. Bajé los escalones que llevaban a la puerta de entrada y toqué con seguridad un par de veces, pero no obtuve respuesta. Decidí intentarlo por segunda ocasión, pero antes de que mi mano tocara la puerta, esta se abrió cediéndome el paso. Tras cruzar el umbral, una descarga helada me recorrió la espalda, no había nadie tras la puerta ni tampoco había escuchado el zumbido eléctrico de un portero remoto.

El pasillo que comencé a recorrer estaba a una temperatura varios grados por debajo de la del exterior. Una serie de luces titilantes que parecían tener vida propia me invitaban a seguir avanzando; comencé a frotarme los brazos ateridos al tiempo que mis exhalaciones formaban un vaho cada vez más denso. Giré hacia la derecha y unos cuantos pasos más adelante me topé de frente con un muro. Di la media vuelta, pero en ese preciso instante todas las luces del pasillo se apagaron dejándome inmerso en una oscuridad impenetrable. Extendí los brazos tratando de guiarme de regreso, pero no tardé en descubrir que me hallaba rodeado por cuatro paredes. En mi desesperación, quise gritar sin conseguirlo. Mi boca estaba abierta y sentía la vibración en mi garganta, pero ningún sonido emanaba de ella. El silencio era absoluto y tan solo podía percibir la sangre que se me agolpaba en las sienes.

Perdí el conocimiento.      

Cuando abrí de nuevo los ojos, me tomó un par de minutos ubicarme. Estaba recostado, pero reconocí la habitación en la que me hallaba por las fotografías que acompañaban la confirmación de mi reserva. Con mucho esfuerzo, logré ponerme de pie y me dirigí hacia la ventana. Ahí, junto a ella y sobre un escritorio, encontré una nota escrita a mano: “Plaza de Santo Domingo. Sombrero Azul”. La doblé y la introduje en bolsillo de mi camisa. Solo entonces, presté atención a lo que había del otro lado del vidrio. Tendría que ser la Zona Rosa de la ciudad de México, pero los edificios de la acera de enfrente no eran los que yo recordaba.

Tras unos instantes de titubeos, me froté los ojos y me pasé una mano recorriendo mi cabeza desde la frente hasta la nuca. Caminé con decisión hacia la puerta. Ahí, en la perilla, colgaba un sombrero. Me permití una mueca que no llegó a sonrisa. Era azul. Una vez más, salí en busca de Casasola.




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