JUVENAL ACOSTA conversaciones con el novelista y entrevista.
Conversando con Juvenal Acosta
Cancún, Quintana Roo,
14 de agosto, 2020
Entrevista con
Juvenal Acosta
Por Mariel Turrent
Han pasado algunos
años desde que leí la Trilogía Negra, y el confinamiento me ha acercado
nuevamente a Juvenal Acosta, terminé de leer hace unos días con gran emoción su
novela Tenebroso (2016) y no pude evitar acercarme a él y pedirle una
entrevista. Necesitaba saber más, que me hablara de sus personajes, y de los
temas que le preocupan. El escritor, cortés, de modales sumamente amables, accedió
gustoso.
Doctor de filosofía en literatura hispanoamericana y profesor de
literatura inglesa en el California College of the Arts en Oakland, Acosta es un escritor de ideas, de provocaciones, de esos
libros que no se pueden dejar y siguen en nuestra vida aun después de haber querido
abandonarlos tras leer la última página. Tiene una voz grave, cadenciosa, solemne,
como si leyera poemas de amor en el cementerio, es un seductor que con sus letras
nos envuelve en sus frases y en sus pensamientos.
—Cuéntame, Juvenal, ¿tus lectores se enamoran del escritor
o de sus personajes?
—Hay un tipo de novela que se lee como un
acto de seducción. Creo que desde que escribí mi primera novela traté de redactar
cada página consciente de que, eventualmente, del otro lado estaría la mirada
de una persona que iba a percibir esa energía, ese proceso de conocimiento
mutuo. En la seducción hay un acto de rendición o doblegamiento de la voluntad
que implica aceptación; si esto sucede, en parte es posible porque el lector proyecta
su propia voluntad de participar en ese juego peligroso, su voluntad de
perderse en las páginas y en las vidas de aquellos que las habitan.
—A ti, ¿quién te ha seducido?
—Marguerite Duras, Juan García Ponce y Milan
Kundera, en su momento, tuvieron ese efecto en mí. Ahora son otros los que
me seducen. Y supongo, porque tengo la evidencia de muchos lectores que me han
buscado, que mis novelas han tenido un efecto similar en algunos de ellos. Hay
quien se siente cautivado por la intimidad oscura y filosa de mis libros, quienes
se identifican con algunos de mis personajes, algunas lectoras se identifican con
la más poderosa, La Condesa, otros con Julián o con el conde Tenebroso. Supongo
que esa identificación es posible porque hay una parte de su ser que ellos, mis
lectores, no sabían que existía hasta que la descubrieron en la piel de alguno
de estos personajes.
—¿Una especie de enamoramiento?
—Un crush, una infatuación. Y este crush
es muy interesante, porque resulta de esa intimidad inesperada y de la
aceptación de la transgresión. Te aseguro que yo no escribo para enamorar a
nadie, pero cuando un libro sale de tus manos pierdes el control de él. Tú que
eres escritora entiendes esto. No hay novelista que sepa la manera exacta en
que sus libros van a ser leídos.
—¿Cuál es tu relación con los tatuajes? Los mencionas en todas tus
obras. Te lo pregunto porque yo no había reflexionado sobre los tatuajes hasta
que leí El cazador de tatuajes.
—En 1997, cuando comencé a escribir El cazador de tatuajes, el
tatuaje comenzaba a tener una presencia muy fuerte en esta región de California
donde vivo: Oakland, Berkeley, San Francisco. Mi interés fue inmediato: lo
entendí como una manera de reclamar la piel y el cuerpo, como una excusa para
utilizar la piel como un lienzo; una forma artística de autodefinirse. Lamenté
mucho la popularidad desmedida que se desató en el nuevo siglo. Ahora lo veo
como una expresión vacía, con frecuencia vulgar.
—Es que hay varios tipos de tatuajes ¿no?
—¡Claro! Está el tatuaje carcelario de
los malevos, del delincuente, del criminal; está el tatuaje del soldado o
del marino. El que yo empecé a ver en San Francisco aludía a la expresividad artística
y eso me sedujo mucho. Me fijaba más en las mujeres que se hacían tatuajes muy
elaborados. Por ejemplo, el de la fotografía de mi portada del libro en inglés
que es el mismo de la edición mexicana publicada por Joaquín Mortiz en el 2004.
Juvenal se levanta y me muestra (al otro lado de la
pantalla) la fotografía original de su portada, la espalda perfecta de una
mujer joven de cabello largo oscuro, adornada por un tatuaje delicado,
artístico, hermoso. Luego continúa:
—Unos años después el tatuaje se masificó, se
vulgarizó y perdió su calidad poética.
—¿Te consideras un escritor de culto? ¿Eres un poeta maldito?
—Esa etiqueta me la pusieron en México hace mucho
tiempo y después ya no me la pude quitar. Mi editor me ha dicho que mis libros
gustan a un público muy especifico, pero no se venden mucho porque ya la gente
me encasilló como un escritor de culto y eso lleva implícito que sólo son para
una comunidad de lectores afines. Como si el libro hubiese sido escrito con un
mensaje que el gran público no entiende. Muchos piensan, yo me incluyo, que los
libros de culto son a veces demasiado pretenciosos, intelectuales, oscuros. Sin
embargo, me gusta asumir esa identidad misteriosa. Hace poco me hicieron una
entrevista en la estación de radio de la Universidad Michoacana y la
primera pregunta que me hacen es: “Hablemos un poco del misterio de Juvenal Acosta”,
eso para mí tiene su encanto, pero creo que esa aura de misterio también tiene
que ver con el hecho de que no vivo en México y que mi presencia física no es
tan frecuente como la de mis contemporáneos.
—Y lo de poeta maldito ¿de dónde viene?
—Quizá porque mis libros están afiliados a una tradición gótica y en
ellos hablo de la muerte, de vampiros, de personajes oscuros que viven vidas nocturnas;
esto contribuye a crear ese perfil de poeta maldito. Mi trilogía negra es eso,
una especie de saga maldita dominada por la estética oscura que permea cada una
de sus páginas. Acepto el adjetivo “maldito”, pero yo no me considero
poeta.
—Yo sí te considero un poeta. A mí no me gustan los libros oscuros, pero
los tuyos me encantan, creo que a pesar de que pueden tener un público que se
quede atrapado con la historia que es muy interesante, habrá también otras
personas, como yo, que disfrutan de los cuestionamientos, de las ideas
filosóficas, del arte y la poesía. Sobre todo, la poesía de tu lenguaje y las
imágenes.
—Esa era mi intención desde chico, cuando le
recitaba a mi abuela materna En paz de Amado Nervo, que le gustaba
mucho.
Y recita el autor como un vate, de memoria. Perdiendo la mirada en el
recuerdo tal vez regresando el tiempo: “Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo,
vida…”.
— En el 84 ganaste el
premio estatal de poesía en Michoacán con Diciendo unas palabras negras.
—Sí, fue justamente mi época de poeta callejero. Vivía en Morelia,
explotando la generosidad de mis amigos, tomando demasiado café, bebiendo
charanda y ron y escribiendo poemas muy malos.
—Y ¿cómo decides acercarte a la novela?
—A los 35 años, cuando escribí El cazador de
tatuajes descubrí que en la novela podía explorar todos los géneros: narración,
poesía, ensayo. La novela, que por naturaleza es inclusiva y flexible, me dio
esa libertad y fue motivo de gran alegría entender que no tenía que elegir solamente
un género porque en la novela podía hacerlo todo. Si era un regular poeta, en
la novela podía disfrazar mis carencias de forma que no se notara. La poesía dejó
de ser un fin, se convirtió en un recurso más para contar la historia que me
quemaba. Creo que en aquellos años mis colegas, los poetas mexicanos, siempre
me vieron con displicencia. Publicar mi
primera novela fue como un exorcismo. Pude sacarme a los poetas de encima. Me
di cuenta de que la comunidad de los novelistas es mucho más generosa y abierta.
Los narradores, por lo general, se alegran de que a sus colegas les vaya bien,
que tengan éxito, que vendan muchos libros. Los poetas te destrozan, te tienden
trampas, buscan destruirte, por eso Tenebroso es un libro donde hago un
ajuste de cuentas con el mundo de los poetas mexicanos, un mundo mezquino lleno
de celos profesionales.
—¿Cuál es el tema detrás de la anécdota en Tenebroso?
—La inmortalidad
—¿Qué es para ti la inmortalidad?
—La poesía imposible de la vida, esa manera triste con la que los
humanos tratamos de encontrar formas de perdurar, de dejar huella a través de las
cosas que hacemos y soñamos, del amor que le tenemos a nuestros hijos, a
nuestros esposos y esposas, a través del ejercicio del arte o el de la amistad.
Esas son formas modestas de buscar la inmortalidad y de demostrar que nuestro
paso en la tierra no es efímero. Evidentemente es una batalla perdida de
antemano que los humanos libramos todos los días sabiendo que la vamos a perder,
sin embargo, la llevamos a cabo; es la búsqueda de nuestra pequeña ración de
dicha, de nuestro pedazo de eternidad, de éxtasis. Por esta razón lo mejor de
la vida está en las cosas simples de todos los días: bailar con la persona que
quieres, disfrutar de la naturaleza, comer con amigos, jugar con tu hijo.
—¿Y la literatura?
—La verdad, no lo sé. Yo no pienso en la literatura, pienso en la
escritura. La literatura es una institución, la escritura en cambio es algo
vital, algo que algunos humanos hacemos para entender, para explicarnos algo,
para prolongar un estado de gracia. Para mí la literatura y el arte han sido
motivo de interés desde siempre pero también me han dejado grandes amarguras y
tristezas. Hay autores que me han hecho mucho daño, hay libros que no debí de haber
leído. Hay imágenes terribles que no me he podido sacar de la cabeza y lo peor
es que a veces se han filtrado en mis propios libros. Espero no haberle causado
un daño irreversible a alguien porque no me lo perdonaría.
—¿Qué libros te hicieron daño?
—No debí haber leído El túnel y Sobre héroes y tumbas
antes de los veinte años. Son libros amargos y oscuros, escritos por un hombre
amargo y oscuro.
—Si pudieras hacer que uno de tus libros transcendiera en el tiempo
¿cuál sería?
—A mí me gusta mucho Tenebroso, pero te la pongo así: la trilogía
negra (El cazador, Terciopelo violento y La hora ciega) son partes complementarias
de un solo libro, tres partes de una misma entidad. También está La puerta
del Círculo Ártico, que es el libro que espero salga este año porque la
pandemia ha retrasado su salida. Estos
tres libros son muy diferentes: La Trilogía Negra es la novela del destierro,
de la extranjería, de la curiosidad del apetito; es una novela amarga, fuerte y
violenta. Tenebroso, en cambio, a pesar de ser oscuro y violento es
el libro del reencuentro con México (aunque lo escribí cuando vivía en
Argentina), de la búsqueda de esa esencia puramente mexicana que Tenebroso, mi
personaje, lleva a cabo. El conde Tenebroso es un inmortal que nace con el
México independiente, en 1810 y que por doscientos años ha visto lo que le ha
pasado a México con las guerras, la corrupción, con la relación con mi otro
país, los Estados Unidos. Tenebroso Acosta de la Cruz es un reaccionario, un monarquista,
pero sobre todo es un monstruo excéntrico, anacrónico y cruel, contradictorio.
—A mí me encantó Tenebroso, al principio no me atrajo mucho la portada
pero al leerlo inmediatamente me gustó el humor que manejas.
—Bueno, te habrás dado cuenta de que en general la literatura mexicana
es demasiado solemne y más allá de Ibargüengoitia, hay muy pocos escritores que
se rían de sí mismos, de sus personajes, de su país y que hagan que el lector
se ría. Pareciera que la ligereza y el humor son motivo de vergüenza en la literatura
mexicana. Piensa que algunas de las obras más importantes son libros en los que
uno se rie y no se toman tan en serio la vida de sus personajes, como son el
Quijote, Huckleberry Finn. Además, en México existe el estigma del autor que
“entretiene” como si escribir algo que es ameno, divertido e incluso ligero
fuese un pecado imperdonable; como si escribir un libro que el lector no quiera
soltar fuese un defecto. El ejemplo que mencioné a los alumnos de tu taller de
escritura es elocuente: Carlos Fuentes no le perdonó nunca a Luis Spota que
vendiese veinte veces más ejemplares que él y la crítica oficial se alió a
Fuentes para condenar a Spota como un “mal escritor”. Los celos son cabrones.
—En Tenebroso dices que hay que: “…afianzarse a un orgullo inmortal
mexicano y podrían hacer suyas mis convicciones nacionalistas”. ¿Cuál es tu
orgullo nacionalista?
—No soy nacionalista, no me siento orgulloso de ser ni mexicano ni
norteamericano, menos en tiempos de Donald Trump y López Obrador. El
nacionalismo es un recurso lamentable de líderes políticos que tienen agendas
de poder muy oscuras. El nacionalismo del SXX a partir de Hitler, Mussolini y
Franco, y ahora con Donald Trump, Erdogan, Bolsonaro y López Obrador no tiene nada
que ver con el verdadero amor por la patria. Como en el poema de José Emilio Pacheco
Alta traición, uno ama a la patria, pero no como una identidad oficial
sino como algo hecho de ciertos lugares, sonidos, sabores, texturas, como el
amor profundo que López Velarde expresa en Suave patria.
—¿Eso es para ti el amor a la patria?
—Sí, es el amor a una idea, a los recuerdos de infancia, a los huaraches
o las nieves de la plaza de Coyoacán, a los sones huastecos, a las calles
empedradas de Oaxaca, al vals Alejandra, un papalote, el agua de horchata y los
buñuelos en septiembre, para mí este el amor que le tengo a la matria; La
familia Burrón, los cuadros de Vicente Rojo y Francisco Corzas, El Club
del hogar, Chespirito, el Huapango de Moncayo… todo estos recuerdos son
parte de esa cosa inasible que llamamos identidad mexicana pero también son
fragmentos aislados de un mapa personal, un itinerario individual. Que los
compartas o no con otra persona, eso es otra cosa.
—Cuando escribes, ¿Qué viene primero, la anécdota o el tema que te
preocupa?
—Depende del libro, en mi nueva novela, La puerta del Círculo Ártico,
mis preguntas tienen mucho que ver con el momento histórico que estamos
viviendo. No la pandemia, porque la terminé un año antes, sino la inmigración y
el racismo, el calentamiento global, la amenaza del fascismo que empezó a
sufrir Estados Unidos a partir de la llegada de Trump al poder y el tema de la
violencia en contra de las mujeres en México. También me ocupo de la cuestión
del antinatalismo. La idea de que ya somos demasiados seres humanos en el planeta
y de que nosotros somos la peste, el factor más destructivo, el que más
contamina. Una de las tesis de este libro que terminé en el 2019 es que hay que
parar de reproducirnos. Y qué curioso, justo en este momento se viene la
pandemia que de no controlarse eliminará a muchos seres humanos del planeta.
—¿Te interesaba el tema o la historia te llevó ahí?
—Me interesaba el tema y encontré la historia que me permitió explorarlo.
Me gusta la novela de ideas, me gusta que las novelas se preocupen no solo por
contar una buena historia, sino por reflexionar sobre una problemática, la de La
puerta del Círculo Ártico es la crisis de este momento histórico en la que
el planeta ya no da para más y nos encontramos todos los síntomas del colapso
de la sociedad, de la destrucción del mundo: un colapso económico, moral, de
credibilidad, de fe en los sistemas conocidos y en las instituciones.
—¿Cómo incorporas el ensayo?, ¿cuál es la mecánica?
—Esto surgió por puro azar, yo estaba haciendo el
doctorado en California y tomaba un curso de ética donde tuve que escribir un
ensayo sobre El diario de un seductor de Kierkegaard y me di cuenta de que
lo que estaba escribiendo en mi novela estaba directamente relacionado con esa
lectura; se me ocurrió meter el ensayo en la novela y funcionó muy bien. Creo que el ensayo te ofrece la posibilidad de introducir
un espacio de meditación o de reflexión en la historia y esto posibilita una
tensión paralela que apoya a la trama que estás contando. Incorporar un ensayo dentro
de un capítulo te permite un nivel distinto de exploración de aquello que
quieres descubrir.
—Tú piensas primero la anécdota o el tema.
—Yo no pienso de esa manera, no tengo el mapa detallado de lo que va a
suceder en la historia, yo tengo una idea general de lo que quiero contar y a
medida que voy escribiendo va surgiendo la necesidad o la posibilidad de ir
incorporando situaciones o escenas y de extenderme e ir en otra dirección.
—¿Cómo es el mundo literario fuera de México?
—No me gustan mucho los mundos literarios porque lo
que he visto de ellos en México y en los Estados Unidos ha sido suficiente para
no querer afiliarme a ninguno. Lo que sí me gusta es que a diferencia de
América Latina un escritor gringo puede vivir de sus libros o de su actividad
profesional como escritor. Desde el punto de vista comercial los EEUU son un
mercado poderoso, y por eso los autores pueden vivir de sus ventas. Muy poca
gente puede decir eso en hispanoamerica. Respecto a la presencia de México,
creo que en general, no hay interés en la literatura mexicana sino en lo que
ciertos autores representan. Los editores y los lectores americanos pueden ser
muy frívolos, un día endiosan a García Márquez o a Roberto Bolaño y al
siguiente lo olvidan.
—Entonces, ¿Quiénes son tus lectores?
—Bueno, yo tengo un público reducido, pero es uno
que me encanta, porque son personas que se identifican con las cosas que tengo
que decir y recomiendan mis libros y se los pasan entre ellos. Es un público
exclusivo pero selecto y muy entregado a ese tipo de literatura.
—Y ¿eso te gusta?
—¡Claro!, pero quiero más, mucho más lectores.
Quiero que se hagan películas, series y novelas gráficas de mis novelas, pero
eso tal vez sucederá cuando yo me muera.
Se ríe y me hace reír.
—No estoy bromeando, es muy serio, estoy esperando
a morirme para que mis escritos dejen mucho dinero a mi familia. Mi editorial
no ha hecho el esfuerzo para vender los derechos de mis novelas y eso es un
problema. Además, la institución del agente literario en México es muy
deficiente; yo no tengo agente, pero los que tienen tampoco son vendidos con un
gran éxito ni dentro, ni fuera de México. Además, el mercado del libro
latinoamericano es muy pobre comparado con el de Estados Unidos y Europa. Yo me
siento afortunado de que me publiquen, y que mis libros se vendan, si la gente
los encuentra —aclara—, porque también hay un problema de distribución y México
no es un país de lectores.
—¿Qué te ha dado Estados Unidos?
—Estados Unidos me dio todo lo que no me dio
México, me dio mi familia, mi hijo, un doctorado, acceso a viajar por todo el mundo,
la oportunidad de vivir en Argentina, me hizo novelista, hizo posible una vida
inimaginable. El primer sábado que llegué a San Francisco en abril de 1986 me
tomé una copa en el café Vesuvio de North Beach con Lawrrence Ferlinghetti,
Ishmael Reed y Andrei Codrescu, gracias a los contactos de un poeta gringo muy
buena onda que murió hace poco, John Oliver Simon, y eso, escúchame, Mariel, el
chavito de Los Pirules, Tlalnepantla, que se bajaba de la pesera o del camión
México-Tacuba para irse a tomar un café con leche en el café La Habana con el
poeta infrarrealista Mario Santiago, jamás lo hubiera podido hacer en México. Apenas
pisé California comenzó un sueño complejo, difícil y mágico. Mis últimos años
en mi país fueron caóticos; en Morelia viví dos años de una manera extraña estudiando
filosofía, recorriendo la ciudad con poetas y artistas muy talentosos y cultos,
pero llevando una vida de poeta pirata. Hasta que después del terremoto del 85,
a principios del 86, tuve la oportunidad de irme a dar unos talleres de poesía a
Berkeley y de salir de esa ciudad que me dolía mucho. El terremoto me sorprendió
en la colonia Roma y me afectó muchísimo; sentí la necesidad de irme y no
volver por mucho tiempo. La otra razón por la que me fui es que tenía 24 años, quería
ser poeta y hacer lo que quisiera.
—Dos preguntas más, Juvenal, dime, ¿quiénes son tus
maestros?
— Los santos de mi devoción son Juan García Ponce, Ramón
López Velarde con la radical transformación del lenguaje poético en
Hispanoamérica. James M. Cain, Juan Marsé, Ernesto Sabato, Toni Morrison. Tengo
muchos maestros y maestras en mis libreros y regreso a ellos constantemente.
—¿Has abandonado la novela erótica?
—No. Tengo varios proyectos y entre ellos hay una
novela erótica donde hablo de la manera en que algunos libros nos enamoran
hasta las últimas consecuencias.
—Muchas gracias, Juvenal, ha sido un
placer platicar contigo.
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